Si hay un
animal que desconozco pero que me despierta pasión a la vez es el caballo.
Bueno, sí, lo advierto. Incluso he llegado a cabalgar en mis buenos tiempos:
digamos que he alcanzado a trotar más bien, para ser precisos. He leído, he
visto, he disfrutado de películas con un caballo o una yegua de protagonistas.
Históricamente ha habido un hilo entre el ser
humano y el caballo, hasta el punto de conectar a nuestra estirpe con los
dioses a través de los equinos. Los hay de muchas tonalidades, de multitud de
tamaños, de estampas preciosas en todo caso. La utilidad y la cercanía del
caballo han provocado numerosas intervenciones del hombre, que los ha mezclado,
criado y domado en función de los servicios que ha ido prestando a lo largo de
la historia.
Prácticamente en todo el globo terráqueo
encontramos caballos, siempre adaptados a la climatología, a la orografía, al
territorio, a las condiciones de vida, como sucede como el propio ser humano,
con la naturaleza en general. La variedad, como acontece habitualmente, es un
gusto para los sentidos.
Ha habido, ciertamente, mucha complicidad entre
ambas especies. Es como si el abstracto que nos caracteriza nos pudiera dar una
opción mayor con los equinos. Así es, y si en algún trance o coyuntura esto se
percibe es en el mundo taurino. Es una alianza comprometida, sabia, amatoria
incluso, donde el caballo y lo humano se unen para conseguir algo mayor. Seguro
que le pueden poner un nombre a ello... o varios.
Juan
TOMÁS FRUTOS.

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