Hace muchos años en una isla de cuyo nombre me acuerdo todos los días
conocí, entre otras personas interesantes, a un jovencito, igual que yo en esa
etapa, si bien en este caso tenía sueños de gloria en las plazas donde el arte
es ilusión, amor, y antropología.
Andaba el hombre en la búsqueda de aventuras, en las que incluía conocer
gente y aprender mucha cultura por toda la geografía española. No hay mejor máster
que ése. La experiencia es un valor añadido y eterno, si la sabemos aprovechar.
Me comentaba entonces su pasión por el toro, la vida en el albero, el
riesgo, rodeado todo ello de aplausos, de querencias y de opciones de futuro.
Era consciente, en paralelo, del sufrimiento, del dolor, de la soledad que todo
ello acarreaba. No le importaba. Tengo que reconocer que en ese estadio me
pareció un sueño inalcanzable como tantos que surgían de otras mentes
coetáneas.
Con el tiempo me he dado cuenta de que hay que llevar cuidado con las
elucubraciones, porque podría darse, puede darse, su cumplimiento. Esto es algo
más que un juego de palabras, y prueba de que es así es que este buen hombre,
porque lo era, porque lo es, se convirtió en torero, y de los de buena casta.
Fue un milagro conocerle. De aquella camada de amigos, como de la fraguada
en Ceuta, surgieron algunas personas muy grandes, tanto que parece también un
sueño el haberlos/las conocido. Lo mejor de todo ello es que aprendimos mucho
de nosotros mismos, de los valores que compartimos, y, para más constatación de
lo especial que era la relación que ahora refiero, ninguno suele decir los
nombres de los demás, lo que nos convierte en incluso más familia.
En verdad, junto al arte mancomunado, fuimos conscientes de que, sobre todo,
nos aportamos en lo espiritual, en lo afectivo. Debo resaltar que en este
perfil el que sobresalió fue el torero.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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